jueves, 14 de abril de 2011

Historias de Michael y Michelle

- 14-

Instinto animal, agua, calor... Y sexo.


No es para nada sencillo haber pasado todo el día trabajando y que, al terminar la jornada, tengas el pesado compromiso de ir al gimnasio. Mis músculos, en todo el cuerpo, estaban en una especie de huelga permanente en la que no parecían querer ceder. Con mi larga cola al viento, unas lycras, una blusa spandex ajustada y mi mochila de deportes al hombro, caminé rumbo al dichoso lugar, sin demasiada convicción.

Las máquinas torturadoras me daban una bienvenida fría. El hecho de tenerlas al frente era ya de por sí algo un tanto intimidante; pero todo era por una buena razón. A mi alrededor, el panorama era muy diverso: Una señora regordeta que miraba sus kilos de más con cierto desdén, un chico delgado con aire deprimido, un fisico-culturista que parecía estar muy a gusto con la máquina más cruel de todo el lugar, y una chica guapa, de enormes pechos, pelo rizado y un tatuaje en el hombro que miraba con ojos devoradores a los personal trainers que estaban de turno.

Llevé a cabo mi rutina correspondiente y caminé con aire cansino a casa.

Pensar en el hecho de que tengo que bañarme, preparar la cena, comer y acostarme parecía ser la tarea más difícil jamás cumplida por la humanidad. Desée ser más fuerte, más resistente y más decidida. Tenía la mala costumbre de dejarme caer por la aplastante fuerza de la rutina, el aburrimiento y el stress del día a día.

Giré el picaporte al llegar a casa. Un olor a carne frita llenaba la estancia y busqué afanosamente con la mirada algún rastro de Michael. Muy al fondo, escuché algo parecido a Guns n' Roses. Y allí, sin camisa y con unos jeans viejos, estaba él, parado frente a la estufa.

Me miró con ojos de sorpresa, estiró una mano hacia mí, y me dedicó una sonrisa.

- Bienvenida a casa, niña... - Me dijo.

- Gracias. Parece que algo huele muy bien aquí. ¿Hoy no hay que llamar a los bomberos, verdad?
- Bromée.

- No creo. Pero si lo que necesitas es una manguera, yo tengo una. Y con mucha agua, debo decir. Solo que, la tarea de hacer salir toda esa agua, depende de tí. Pero te aseguro, sin lugar a dudas, que puede apagar el fuego. - Comentó, esta vez con un dejo de malicia en su sonrisa torcida.

- "Qué terrible es..." - Pensé por mis adentros. Me sonrojé de manera involuntaria, y sentí un escozor en mi nariz.

No se si era yo, pero esa noche en especial, él parecía terriblemente irresistible. Sexy, peligroso y dominante. Sus brazos tatuados lucían una piel algo brillante por el calor impregnado en la cocina, y sus mejillas adquirieron una ligera tonalidad rosa por esa misma razón. Lo miré de un modo que mi madre seguramente habría desaprobado y toda una película de imágenes eróticas pasó por el lado mórbido de mi mente. Él, mientras tanto, pareció advertirlo, así que dije:

- Me voy a dar un baño para probar, sea lo que sea que estés cocinando. Me muero de hambre.

Al volverme, de repente sentí la presión de su mano rodeado mi muñeca. Colocó el cucharón de freír junto a la carne recién cocinada, se acercó, me tomó por las caderas y me dijo: "Yo también. Pero tengo hambre de sexo. De TU sexo."

Sus labios explotaron en una pasión frenética y contenida; dejando huellas de fuego allí donde se posaban. Y me dejé tomar por él, una vez más. Quería ser completamente suya. Quería encadenarme a su cuerpo caliente y a su virilidad erguida. Entonces, me despojó de mi ropa de gimnasio, casi con furia. Con instinto animal.

Ambos teníamos una necesidad tan fuerte que parecía envejecida y recíen rejuvenecida al mismo tiempo. Redescubrimos nuestros cuerpos, tocándonos, y explorándonos uno al otro, como si nuestras vidas dependieran de ello, y no quedara nada más en el mundo que hacer. Me levantó en volandas y yo saqué fuerzas de donde no tenía para enroscar mis piernas alrededor de sus recién desnudas caderas.

Me besó. Una y otra vez... Tanto que mis labios dolían y los sentía palpitar, mientras perdíamos el control, uno en manos del otro. Él sacudía su cuerpo y sus entrepierna me embestía cada vez con más fuerza y más potencia.

Sin darme cuenta, habíamos entrado en el baño, abierto la ducha, mientras el agua caía... Y nuestros cuerpos mojados pedían cada vez más y más.

- Eres tan endiabladamente deliciosa... - Murmuró entre gemidos. - Quiero poseerte y entrar cada vez más dentro de tí... Eres suave, caliente... Y mía.

Yo escuchaba sus palabras en una órbita desconocida. Como a lo lejos.

Enterré mis uñas en sus hombros y el respondió con una mordida en mi labio inferior. Y así, tan excitado como estaba, volvió a hablarme; esta vez para reprocharme y decirme:

- Pareces una fierecilla a la que hay que domar cada vez que te hago perder el control...

Sentía mi cara (y otras partes de mi cuerpo) arder en llamas. Michael gimió, lanzó un gruñido áspero, y se derramó dentro de mí. El éxtasis vino, y mi cuerpo era un mar de sensaciones indescriptibles... Mientras él dejaba caer todo el peso de su cuerpo sobre mí, aún con nuestros cuerpos unidos, sentí cómo me inundaba la paz.

Al fin, la tormenta había pasado.

Yo me apoyé en él. Él me acarició y me abrazó a su cuerpo con fervor... Y yo me sentía protegida, segura, amada y feliz.

Muy, muy feliz.

Luego recuerdo que nos secamos y caímos rendidos, así acurrucados entre las toallas mullidas.

Adoraba abrazarme a él. Adoraba que me amara y me protegiera de todo y todos, porque en sus brazos podía sentír que nada malo podía pasarme y las preocupaciones, simplemente, no existían.

Después de esas divinas sensaciones, no recuerdo más nada, salvo haberme dormido con una sonrisa dibujada en mis labios, y mi cara apoyada en su pecho.

lunes, 11 de abril de 2011

Historias de Michael y Michelle

- 13-

Un pedazo de sentimiento pegado a mi espejo

Desperté sin mucha convicción muy temprano en la mañana; lista para ser presa de la rutina de mi trabajo una vez más. Sentía mi pelo rubio enmarañado obstruyendo mi campo visual, y con gesto cansino, lo iba retirando de mi cara.

Como era de esperarse, Michael no estaba en la cama, pero oía el agua caer en el baño. Por lo visto se había levantado (como casi siempre) primero que yo.


Fui al tocador, y en el espejo, había una notita con trazos descuidados, en la que se leían las letras de uno de mis cantantes favoritos de los 80's latinos: Emmanuel. Ese mexicano que provocaba en mí escalofríos con sus letras sensuales, suaves y dulces. Se convirtió en mi amor platónico la primera vez que lo oí una tarde en el tocadiscos de mamá. Una amiga de su infancia, le había regalado el casette, y mi madre hablaba muy bien el español, por lo que, me había dado lecciones gratis. Y caí, rendida a sus letras, a su melodiosa voz, una mezcla entre potencia masculina, y el dulzor de la sensibilidad poética. Lo escuché toda la semana, busqué su biografía, otras canciones... Y un fragmento de mi favorita, estaba allí pegada en el espejo, sin título, solo las letras. Él sabía que la reconocería de inmediato:

Voy a hacer una ronda por tu cumpleaños
Un poema mil veces por año
Y así me entiendas cuanto te amo

Silbaré como silba un jilguero en el día
Borrare todas tus pesadillas
Y en tu boca me refugiaré

Buscaré tierra nueva en el campo
Le rezaré a un santo al atardecer
Nadaré mar adentro y en tu milla
Y de una costilla te haré mi mujer
Han crecido en tu piel girasoles
De tu vientre nació mi motivo:
Sentirme vivo

Voy a ser el que siempre te amarra el zapato
El que cuide de ti cada paso
El que ponga sabor a tus labios

Silbaré la canción de recuerdo en el día
Y en la noche te haré manzanilla
Para verte dormida en mi piel...
Abajo, en letras grandes, estaban sus iniciales: M.L. Ví como me sonrojaba frente al espejo, y apreté la notita contra mi pecho. En ese momento, un ruido suave me sacó de mi ensimismamiento. Él salía del baño, con sólo una toalla azul marino rodeando sus caderas exquisitas. Con otra más pequeña se secaba su pelo negro mojado, y lo más interesante... Una sonrisa sexy dibujada en los labios.

- ¿Ocurre algo? - Preguntó. Y sonrió. Como sólo él lo sabe hacer. Con esa sonrisa que me vuelve una loca irremediable y perdidamente enamorada.

- Ocurre de todo, Mickey... - Y me lancé a sus brazos.

Me mojé por las gotas que aún corrían por su piel. Pero valió la pena.

Aunque me ahorro los detalles de lo que pasó después, algunas cosas es mejor censurarlas... Al menos por el momento.

lunes, 4 de abril de 2011

Historias de Michael y Michelle

- 12-

El baúl de los recuerdos negros



La mañana del sábado transcurría tranquila y gris. Me levanté temprano y, como no había demasiado que hacer, me dediqué a organizar la habitación que Michael y yo compartíamos. Saqué de un cajón polvoriento los libros que usé mientras estaba en la universidad. Historia del Arte, Civilizaciones antiguas, Grandes pintores del siglo XX y otros muchos títulos traían a mi mente meses y meses de horas de lectura, y noches sin dormir. Me licencié en artes y estaba feliz por eso.

Sin embargo, el día de mi graduación, hace dos años ya, no fue precisamente el mejor día de mi vida. Sufrí, como muchas otras veces de una "idolatría anticipada", como solía pasarme con unas cuantas cosas en mi vida. Soñé con ese día una y mil veces. Pero perdí mis honores de la manera mas trivial y estúpida por una materia en la que cojeaba y en la que dejé más parte de mi cerebro de la que me gustaría admitir.

Ese día, vi destruído uno de mis sueños más preciosos, un asunto que ningún ser vivo entendería. Para los demás, se trata de un mérito. Para mí, era, más que una meta... Un tesoro. Lo tenía tan celosamente cuidado como si de cristal se tratase, y con la misma facilidad, se rompió en miles de
pedazos diminutos que, para colmo, volaron lejos de mí.

Nunca nadie tendrá ni la más remota idea de lo terrible que fue para mí asumirlo. Fue (y lo digo sin lugar a dudas) el momento en el que más triste me sentí en toda mi joven vida. Recuerdo que al salir de la facultad ese día para comprar unas cosas y volver a mis habitaciones, un automóvil me cruzó cerca y me enojé porque no había tenido la insensatez de atropellarme. No quería estar en ningún lado. Con nadie. No quería pensar. Tanta fue la desesperación y la horrorosa sensación de pérdida, que sentí cómo me subía la fiebre y mis labios entristecidos murmuraban para mí misma palabras suicidas y sin mucho sentido a través del manto de lágrimas que cubría mi rostro.

Era la primera vez que sentía cómo algo se convertía en mi fantasma. Sencillamente no tenía defensas para contrarrestar los ataques de mis compañeros cuando decían: "Pensé que te graduarías con honores. ¡Que mal! ¡Y tan aplicada que te veía en las clases!" Las palabras ponzoñosas de la gente, sin saber qué tecla de mí estaban tocando, hacían que mis heridas emocionales me escocieran de una manera descomunal. Sólo atinaba a sonreír con una amargura evidente y murmurar: Qué puedo decir... Increíblemente, no soy perfecta". Los días así, con la mera alusión al tema, eran un completo desastre para mí.

Esa experiencia incluso sacó de mí, un lado que hasta antes yo desconocía. No sabía lo que era el odio o el rencor, hasta que fui testigo fiel de la vana y falsa justicia de los hombres. Me dolía el hecho de ser justa y siempre tratar de hacer las cosas bien, cuando, muchas veces, los chicos del bando de los malos corrían con más suerte que yo. Experimenté sentimientos tan intensos como el odio. Siempre consideré inapropiado maldecir, e inconscientemente, yo maldecía una y un millón de veces a aquel hombre que me arrebató lo que, desde hace tantos años quería. Deseé el peor de los males para su vida. Quería gritarle a las autoridades eclesiásticas y académicas de la universidad, muchas de ellas hipócritas y corruptas, que sus ideales eran una basura, y que su sistema de mierda, era una porquería contraproducente en el que muchos estudiantes
compraban notas, manipulaban y sobornaban gente, otros rompían matrimonios teniendo sexo adúltero y pavoneándose por los pasillos, orgullosos por el hecho de haberse revolcado con más de un profesor con el fin de obtener buenas calificaciones.

Quería patearles la cara a todos mientras le decía lo ciegas e insólitas que eran muchas de sus reglas. Hacerles saber que, muchos de ellos, compartían mesa con políticos de actitud altanera, que con discursos nauseabundos carcomían la mente de los ignorantes con el fin de satisfacer su codicia desmedida, sin darse cuenta de lo mucho que manchaban los ideales de justicia, humanidad y patriotismo que una vez tenían nuestros antecesores... Y del asco que producen cada vez que lastiman gente inocente, de una u otra manera.

Y yo, la chica fiel a sus principios y a sus valores, confiando en que con esfuerzo, empeño y tal vez algo de suerte podría conseguir mi sueño bello y atesorado... ¡Que utopía! Yo siempre de idealista empedernida, quien aún cree en la bondad de la gente, en la compasión, en el hecho de de, aún existe la posibilidad de que los seres humanos nos amemos y ayudemos, en el sexo hecho con amor de verdad, en las buenas costumbres y en que todo siempre puede mejorar.

Lloré. Como infinitas veces lo había hecho. Sintiendo una fuerza opresiva en mi pecho que me obligaba a no contener las lágrimas que caían casi por voluntad propia. Visité los psicólogos, escuché las palabras sabias y consoladoras de padres, Michael, amigos...

Nada.

Entiendo lo que dicen, pero no me entienden a mí. Me reconfortaban y me tranquilizaban por periodos de tiempo que se alternaban entre largos y cortos. Para ellos, mis honores no son lo que una vez fueron para mí. No me importaba que fueran públicos, simplemente que mi título lo tuviera, recordándome que podía alcanzar todo cuanto me proponía era suficiente. Con que mis padres intercambiaran miradas de orgullo entre sí, y los viera sonreír henchidos de alegría por mí, era suficiente. Ver cristalizados mis esfuerzos, estaba bien. Ser diferente estaba muy bien. Pero por desgracia, caí tan bajo; justo al mismo nivel de los estudiantes mediocres.

¿Qué podia decir? Odiaba ser normal. Siempre aspiraba a más. Mientras algunos veían el color de la arena, yo veía el contraste fabuloso de azules al fondo próximo al horizonte. Mientras mis compañeros pensaban en tomar alcohol en el liquor store de la esquina, o en el parque de diversiones recién abierto en la ciudad, yo pensaba en visitar el Louvre en París, la Capilla Sixtina en Italia, el Kremlin en Rusia, la Muralla china o la Torre de Tokio.

En ese momento, en el que recordaba con dolor uno de mis peores fracasos, Michael entró poniéndose unos pantalones jeans desgastados con una mano y con la otra, sosteniendo a Kurt, su guitarra con la otra; rompiendo mi ensimismamiento.

- Mich, creo que el jamón... Oh no, otra vez no... - Le escuché decir.

Había vuelto mi cara envuelta en desconsuelo hacia él. Nunca podía reprimirme cuando él estaba cerca, y un grito desgarrador se escapó de mi garganta sin poder evitarlo. Corrí a sus brazos y el los abrió de par en par para mí, dejando a Kurt en un rinconcito cerca de la puerta para recibirme.

- Ven acá mi niña... Sé que no te sirven de mucho mis palabras. Así que pasaré a la acción.

En ese momento, me abrazó, me acunó y escuché entre dientes una maldición y otros improperios dirigidos hacia mi profesor.

- Quisiera hacer hasta lo imposible porque dejaras de llorar por culpa de ese maldito profesor... - Decía. - Aunque eso implicase pagar a un hacker para que cambiara las notas; porque, a diferencia de los demás que lo hacen, tú si que te lo mereces. Eso sería un método poco ortodoxo para un buen fin. Como Robin Hood, ¿eh? Le robaba a los ricos para darle a los pobres.

Michael siempre quería ahorrarme el dolor. Tenía esa vena rebelde y algo justiciera con la que quería enderezar las cosas torcidas y de paso, mantenerme lejos de las aquellas que eran las malas de la sociedad y me brindaba un refugio amoroso en cada abrazo. Era una de las pocas cosas reales y bonitas que tenía.

En ese momento, me levantó en volandas, me puso una bufanda, me regaló un Snickers (mi chocolate favorito), se puso una camiseta azul marino y me tomó de la mano. Nos dirigimos a su moto. Me pasó un casco y yo le pregunté entre hipidos a dónde íbamos.
Él me respondió:

- La brisa del mar siempre te hace bien. Aunque aún hace un poco de frío, iremos a que despejes la cabeza. Mira el lado bueno, puedo hacer mis maravillosos chistes para que te rías.

Sonreí entre risas. Sus chistes eran los peores de todo el continente americano (después de los míos, aunque me cueste admitirlo) En mi cabeza aún rondaba la incógnita de que, si era mejor pasarse al bando de los chicos malos. Después de todo, tengo un lado rebelde contra el mundo que me rodea, y una fuerte crítica social hacia el sistema de justicia de los pueblos.

Preferí cerrar los ojos y recostar mi cabeza sobre la espalda de mi chico, mientras me sujetaba con fuerza a su diminuta cintura. Al menos durmiendo, no pienso en mi sueño perdido o en cómo asesinar a mi profesor... ¿Verdad? - Reflexioné.