miércoles, 27 de noviembre de 2013

Escritos agridulces

Hoy decidí que era un buen día para escribir o dibujar. Sin embargo, y muy contrario a mis deseos, por más que traté, no pude dibujar. Al parecer no hay lugar como el hogar para sentarse a ello. 

Dada esta penosa circunstancia, he decidido escribir. En estos últimos días, millares de ideas prematuras se arremolinan en mi cabeza, deseando más que nada, poder salir. Otras más maduras, justo como hacen aquellas viejitas de los pueblos que se resisten a salir de casa, preferían quedarse en mi cerebro, mortificarme, frustrarme, halarme de los pelos, y no fluir. 

Hoy decidí escribir porque, curiosa y extrañamente, hay algo que no va bien en mí. Sigo en esa búsqueda incesante de descubrir qué pieza no encaja en este puzzle. Había un dejo de inconformidad y de desencanto por las cosas que hacía día tras día, sobretodo en el trabajo. Mi vida era una rutina indeseable que se repetía y se repetía. Creo que, con el paso de los años, he dejado atrás muchas cosas que formaban parte de mí, y que de hecho, tenían un papel protagónico en esta obra del "hacerme feliz". Estoy en un punto tan crítico en el que mis historietas y dibujos simplemente quedan frenados en el trayecto cerebro-dedos, algo que normalmente hasta hace un tiempo, era un mero un bloqueo temporal debido al stress o a la euforia del momento. 

Sí, cuando estoy demasiado feliz, no quiero dibujar ni escribir. Prefiero reír, saltar, bailar, y en algunos casos, abrazar a alguien a quien quiero. Tal vez haya una parte de mí bastante solidaria, a la que le gusta compartir esa alegría y contagiar la producción de endorfinas. Por otro lado, y debido a alguna curiosa razón, cuando más triste o neutro está mi carácter, más está dispuesto a colaborar en la causa artística. 

Tenía a mi alrededor, todo un ejemplo: Personas que trabajan duro día tras día en la conquista de mis sueños, con el ímpetu de aquellos conquistadores de la época colonial que se lanzaban a aguas extranjeras, y a tierras lejanas en búsqueda de lo que tal vez para muchos, era una simple quimera. Hay algo importante que destacar aquí, y en lo que súbitamente caigo en cuenta: Aquellos hombres emprendedores tenían un punto muy a su favor: Para ellos, la quimera era una verdad.  Mejor aún, una verdad importante. Ellos creían fervientemente en aquello por lo que luchaban y buscaban, cosa que no sucede con esta chica que escribe en algunos pocos aspectos de su vida.

En algún momento de mi historia, se perdieron algunos trozos de mí... Hábitos, costumbres, sueños. Esos trozos hacen mengua en mis días, y me hacen recordarles de una manera muy, muy penosa, sintiéndome plenamente consciente del vacío que tengo a causa de su ausencia.

Para la muchos, la escritura es una manera (a veces) muy ingeniosa de desahogarse. Para otros, es como dar riendas sueltas a una imaginación terca e inquieta. Otros tienen complejo de Esopo, y prefieren dar consejos de vida para aquellos menos agraciados a través de cortas historias. En algunos casos aislados, para los escritores o bloggers más novatos (como yo), se hace una mezcla de todo lo anterior. Me senté a escuchar L'Orchestre Musette de Paris, para autoanalizarme, para usar algo parecido al método científico y descubrir justa y exactamente, de cuál pata cojea la mesa... Mi mesa. 

Por el momento, mis muy queridos y escasos lectores, les dejo disfrutar de su noche. Yo por mi parte, trataré de ponerme cómoda, porque tengo una cita con Morfeo, y a decir verdad, esta silla está bastante incómoda para mi gusto. Por si no te has dado cuenta, he subrayado y/o puesto algunas palabras clave en este texto. Las usaré de brújula para saber hacia dónde re-orientar mi vida (o mi próximo texto).

En otro momento, espero tener un tono más colorido en mis escritos. No lo prometo, pero haré lo posible porque así sea. 

¡Hasta la próxima! 

Con cariño,

La Srta. Escritora agridulce, J. 
¿Qué es...

... Ser hija? 
Es amar, y respetar.
Es medir tus palabras, y aprender a decir lo que piensas con decoro y sinceridad a tus mayores.
Es saber valorar el esfuerzo enorme que han hecho ellos por hacer de tí, lo que eres hoy.
Es ser siempre agradecido, por los consejos, por los sacrificios, por las atenciones, por los desvelos, por los enojos, e incluso por las lecciones más duramente aprendidas.
Es hacerles saber siempre lo mucho que los amas y los extrañas, cuando los tienes lejos.
Es recordarles cada vez que puedas, lo mucho que los admiras.
Es ser humilde, y recurrir a ellos siempre que necesites de un buen consejo.

... Ser hermana mayor?
Es hacer un esfuerzo (a veces sobrenatural) por parecerte a tu madre, sin dejar de ser tú misma.
Es ser regañona, pero comprensiva.
Es compartir secretos y complicidad.
Es brindar un abrazo cuando papá o mamá no están cerca.
Es sacrificarte aún a regañadientes por cuidar a los hermanos menores cuando están enfermos.
Es darles un besito de despedida mientras duermen, antes de irte a trabajar.
Es saber escuchar, y hacer acopio de toda la paciencia existente y por existir para no explotar por el enojo.
Es saber aconsejar de la mejor manera, sin lastimar.

... Ser pareja?
Es aprender a estar a su lado, sin agobiar.
Es saber conjugar el amor con la tolerancia y el respeto.
Es regalarle siempre mil y un abrazos y besos, cuando haya tenido un mal día.
Es entenderle y escucharle atentamente, aún cuando mueres de cansancio.
Es sonreír, no porque te lo propongas, sino porque el amor provoca que lo hagas.
Es quererle tal y como es, sin forzar, ni tratar de cambiarle.
Es ser comprensiva y dulce, o exigente y severa, de acuerdo a las circunstancias, y siempre por su bien.
Es pelear sus batallas a su lado, y en ocasiones ponerte una armadura y salir al frente con una lanza para defenderle.
Es quitarte el abrigo y cubrirle, porque instintivamente, piensas primero en su bienestar.
Es dominar el arte de la complicidad de intercambiar miradas, que se dicen mucho, sin una palabra.
Es recordarle, siempre que tengas la oportunidad, cuánto le quieres, lo mucho que vale como ser humano, y la importancia que tiene en tu vida.




martes, 8 de octubre de 2013



Historias de Michael y Michelle


-23-

El lado oscuro de Diane

 

Michelle se marchó ayer en la tarde, dejando todo ordenado y limpio. Estaba segura de que esta traumatizante experiencia por la que había pasado, la había marcado bastante. Al menos, me sentía tranquila porque volvió a su apartamento muy recompuesta luego de lo ocurrido.

 A decir verdad, una parte de mi era muy team Michael. El sujeto en cuestión contrastaba muy bien con ella, y hacían una mezcla bastante interesante como pareja. 

-       - Trataré de apoyarla siempre – Pensé en voz alta en mi oficina mientras le daba vueltas distraídamente al globo terráqueo que tenía en mi escritorio. Me gustaba mucho mi trabajo como relaciones públicas de una prestigiosa empresa turística de Nueva York. De hecho, lo disfrutaba bastante. Todos los días siempre había algo nuevo y diferente qué hacer. 

Sin embargo, mi día transcurrió lento y pesado. Una vez que me acostumbré a tener a mi amiga Michelle en casa, es difícil volver a la normalidad. Tenía pijama parties todos los días, veíamos películas romanticonas, comíamos cheetos, helado y usábamos pijamas aniñados color rosa. Era simplemente genial.

 
Llegué a casa a eso de las 10:30 de la noche, luego de caminar un largo tramo de la calle, la cual estaba completamente a oscuras, y automáticamente sentí una punzada de miedo repentino. “Bastante extraño”, - deduje. Es un vecindario con muchas luces, más aún a medida que se van acercando los días navideños.


Aquí llega mi momento de humanidad: Es cierto que veces parezco una femme fatale, pero soy humana, a fin de cuentas; y resulta que increíblemente, hay cosas que me asustan. A diferencia de Mich, yo era bastante más fuerte, decidida y desinhibida, pero, lo de las sombras sinuosas y calles oscuras no estaba en el libreto. Por las ventanas de mis vecinos, se vislumbraban pequeñas luces doradas; velas y lamparillas, asumí. Los árboles se mecían perezosa y misteriosamente al compás de la brisa nocturna y las nubes también tenían un lugar importante en este negro paisaje: Daban la impresión de ser como fantasmas o almas en pena merodeando el cielo.  

Por fin, llegué a mi humilde morada. Acto seguido, introduje la llave, y entré.
Un silencio sepulcral se extendía a lo largo y ancho del lugar, y un escalofrío me escaló por la espina dorsal.

-       ¿Brian? ¿Cariño? ¿Estás en casa? – Llamé, casi con un temblor en la voz, mientras alumbraba con la luz de mi celular al atravesar el umbral de la puerta.

-     -   ¡Diane! Sí, estoy aquí. Ha habido una avería en el sistema eléctrico. Hubo humo y fuego a unas cuantas calles más arriba. Son varias las cuadras que no tienen energía. ¿Qué tal tu día? – Preguntó, dándome un besito en la frente.


-       - Uff… - Suspiré de alivio, y lo abracé fervientemente, Eso lo explica todo. Bien, mi día estuvo bien, supongo. Un poco lento para mi gusto, pero bien – Comenté despreocupadamente. 

Por suerte, Brian había iluminado con velas algunos lugares de la casa, y había llevado hamburguesas para cenar. 

-       - Oh, wow… Muero de hambre – Dije con la boca hecha agua, mientras abría uno de los paquetitos, y le miré con una amplia sonrisa infantil.
-       - Igual yo. ¡Buen provecho! – Agregó.
-       - Gracias por la cena, Brian – Le dije con una sonrisa sincera.
-      -   No es nada, muñeca – Dijo él, con la boca llena.

Mientras engullía con satisfacción mi cena, noté que él se había dado un baño. Su pelo café intenso, se veía negro a causa de la poca iluminación de nuestro hogar.

Una vez terminada la cena, mientras él recogía la mesa, yo me dispuse a tomar un baño también. Al salir de la ducha, el frescor de la noche que se colaba por mi pasillo me abofeteó la cara de una manera bastante agradable. Me dirigí a nuestra habitación, fui a tomar una de mis más cómodas camisetas del clóset, y un tintineo metálico captó mi atención, al notar caer un objeto entre mis pies desnudos.

Se trataba de un par de esposas. 

Me agaché y tomé el curioso artículo entre mis dedos. Lo observé con detenimiento, bajo la poca iluminación que me brindaban las velas, y respiré profundo.

Mis pensamientos oscuros, al más puro estilo dominatrix, llegaron a visitar mi mente. Eché un vistazo a los demás “accesorios”: Botas de cuero, ligueros, corsettes, cintas, cuerdas… Y otros tantos artilugios más. Éste era al que yo denominaba cariñosamente “El lado oscuro de mi clóset”. Como podrán imaginar, no es apto para menores, ni para cardíacos, y únicamente Brian tiene acceso (restringido) a él por necesidad, puesto que compartimos el mismo clóset, y por suerte, guardo otras sorpresas bajo llave. 

Había algo muy interesante en algunas prácticas sexuales con ataduras, y a veces se me hace difícil ocultar mi lado menos dulce. En ese preciso instante, me inundó aquella energía vibrante tan familiar para mí, inspiré una bocanada de aire y me tomé mi tiempo para vestirme con todo lo que encontré a la mano. Sostuve unas cuerdas y un par de esposas en mis manos, sintiendo el extraño entusiasmo que me transmitían aquellos curiosos objetos. Una vez terminado mi ajuar, llamé a mi chico con una invitación aparentemente inocente:

-       - Brian, ¿podrías ayudarme con algo? – Pregunté
-       - Por supuesto – Dijo a lo lejos, pero alto y claro. 

Nada más entrar y verme a contraluz, prácticamente transformada en su dominatrix, la mirada de Brian cambió por completo. Sus ojos se oscurecieron y relampaguearon a la luz de las velas, mirándome de pies a cabeza, de una manera muy intensa. Acto seguido se acercó a mí, tomó mi barbilla entre sus manos, y con los ojos clavados en mis labios sedientos, y deslizó un dedo apretada y rasposamente contra ellos, como simulando que me quita el lipstick. Apreté los ojos de puro placer y expectación, y le mordí el labio. Algo entre mis piernas me hizo cosquillas, y todo a nuestro alrededor, que estaba prácticamente oscuro, dio un giro inesperado convirtiéndose en el escenario de nuestras fantasías.

Me eché hacia atrás, y abrí la parte del corsette que guardaba mis pechos blandos, y me toqué exclusiva y únicamente para él. Acaricié mis cumbres ya de por sí sensibles ante la expectación y lancé un suspiro casi inaudible. Brian por su parte, se deleitaba con la vista. Sabía lo que él veía porque hemos hecho el amor frente a los espejos… Y me gustaba. Una vez que controlé mi vergüenza al desnudarnos, me gustaba vernos arder de placer, disfrutar de ver cómo me tocaba y verlo a él disfrutar con lo que hacía. Desde otra perspectiva, era tremendo. 


Simplemente excitante. 

En ese instante, Brian se dirigió a mí, algo apresurado, muy serio, y con la respiración entrecortada. Yo le frené el paso, y murmuré contra sus labios: Despacio, mi amor. 

Le tomé las muñecas y algo distinto se apoderó de mí. Me gustaba interpretar ese papel de dominatrix, esa fuerza que me otorgaban las cuerdas de amarre o la autoridad que brindan las esposas. Me sentía total y absolutamente responsable de SU placer, y me encanta la idea de que me deje hacer… Todo lo que yo quiera. 

Lo até en una silla, y él… Me “dejó hacer”. Le vendé los ojos, le lamí los labios, despacio… Muy despacio, disfrutando de ellos al máximo. Puse un poco de loción en mis pechos ya desnudos, me senté a horcajadas sobre él, con ambas piernas a los lados de las suyas, y aplasté mi tórax contra el suyo. Los deslicé… Arriba, abajo, a los lados… Con destino a su boca. Un viaje directo al éxtasis... Era una delicia sentir su lengua tibia endurecer mis pezones. Mi mente relataba explícitamente todo lo que sucedía entre nosotros, como si de una narración erótica se tratase. Su cuerpo se tensaba de vez en cuando, y gemía entrecortadamente cuando enterraba mis uñas en su piel. Te tomé por la nuca y lo besé profunda y lujuriosamente, en la boca, en el pecho, en el cuello… Y más al sur.  

Afuera, las sombras siniestras se movían danzantes entre las cortinas, y la brisa entraba a través de ellas. 

Sobre el cuerpo de mi amado, mis labios trazaban recorridos largos, succionaban, y calentaban allí donde hacían parada. Brian se retorcía de placer y de vez en cuando, amagaba con soltarse… Sin éxito. Lo besé en todas partes, apreté con dulzura una y otra vez en aquellos lugares en los cuales no da el sol. Lo besé y lamí una y otra vez.

Él me besaba con enloquecida desesperación. Y una vez así, le solté el vendaje de los ojos, lo despojé de su ropa interior, y suavemente, le di la bienvenida en mi interior, introduciendo su miembro caliente dentro de mí: “Hola cariño”, le dije insinuante al oído, cuando en el momento celestial de su entrada, sentí mi sexo palpitar al rojo vivo. Moví mis caderas al compás de mis instintos, una y otra vez, intercambiando ritmos lentos y otros más rápidos, permitiéndole penetrarme cada vez más profundamente. Nuestros gemidos se mezclaban en el aire, con el calor del fuego de las velas, en un aire sobrecargado de lujuria y deseo desenfrenado.

Cuando mi cuerpo me pedía a gritos que dejara que Brian lo tocara, tomé las llavecitas diminutas, y liberé sus manos para que me disfrutara y se diera un festín con mi desnudez; o al menos, con parte de ella. De una manera salvaje, Brian hizo honor a su masculinidad y a su comportamiento más básico despojándome de mi atuendo por complete de una forma casi salvaje, dejándome completamente desnuda, y a su merced. 

-      -  Ahora es mi turno... Mi turno de “dejarme hacer” – Fue lo último que le escuché decir, mientras jugueteaba haciendo círculos en el aire con las esposas.


domingo, 22 de septiembre de 2013

Historias de Michael y Michelle


-22-

Atando cabos


A la mañana siguiente, me desperté sola en la habitación que James me había ofrecido la noche anterior. Acto seguido, aparté las sábanas y me levanté de la cama. Me asomé por la ventana, que tenía la misma vista que la habitación de Diane. 

Suspiré y me di la vuelta. A mi alrededor, a la luz del día, todo era muy James. Las paredes estaban pintadas de azul, un azul navy muy bonito. Le gustaba el mar. Cuando era pequeño, me dijo que tenía su habitación ambientada muy a lo marinero, y prueba de ello era la foto que había en un estante, donde se podía verle de niño, en los brazos de sus padres. Llevaba un sombrero blanco, una camisa al estilo de Popeye, y al fondo una marina que no alcanzaba a distinguir. Su madre era y sigue siendo una mujer muy hermosa y elegante. Su padre, que en aquel entonces, no llevaba bigote ni barba, lucía también muy guapo. 

En otro extremo, había un televisor enorme, un par de monitores, una caja con teclados, cables y mouses. En un rincón, descansaban dos tablas de surf recostadas sobre la pared. Era un hombre con muchas pasiones, mucha personalidad. También había un estante con libros sobre distintos temas: Informática, Sistemas Operativos, Sociedad, Historia… “Avances tecnológicos de los siglos XIX, XX y XXI” tenía una portada muy interesante. Lo tomé e inspiré su olor. Me gustaba el olor de los libros nuevos. Era embriagante, y es como si tomaras con tus sentidos la esencia de los autores. El libro parecía muy interesante. Hasta lo que alcanzaba a leer, tenía un tono digerible para todos aquellos que no pertenecemos a la élite informática. 
James era, a decir verdad, bastante inteligente. En clases le costaba concentrarse, pero era bastante hábil para la resolución de problemas y para la invención. Pensé en pedirle prestado este libro en particular cuando volviera a verle. 
-         -  ¿James? – Llamé asomándome por la puerta.

No hubo respuesta.

Supongo que se habrá ido a trabajar. Avancé hacia la cocina. Sobre la mesa, había una nota que decía “Te he dejado desayuno en el refrigerador. Sírvete lo que gustes. También te dejo un beso de buenos días. Espero que te sientas mejor. Hay aspirinas e ibuprofeno en la mesilla de noche por si te duele la cabeza o algo” Vaya… Qué detalle – Pensé. Tal vez lo hacía por razones obvias, pero percibía sinceridad en sus palabras. Abrí el refrigerador. Dentro había una bandejita de quesos, mermelada y frutas. Me encantaba el queso, y al parecer, James lo recordaba muy bien.

Me bañé, me puse la ropa de ayer, y antes de tomar algo de desayuno, decidí tomar el teléfono y llamar a Diane:
      - ¿Hola? – Respondió su voz melodiosa. 
      -  Hola Di, soy yo. 
      -  ¡Mich! ¡Por todos los cielos! Cómo estás? Hiciste algo ayer? – Preguntó pícaramente. 
      - Estoy bien, Diane. Subo en un rato, y no, no hice nada ayer. – Contesté con voz cansina. 
       - Bueno, bueno, pues date prisa, Aun así, quiero detalles. 
       - Y tú, cómo te sientes? – Le pregunté. 
       - Me duele mucho la cabeza nada más. Voy al trabajo un poco tarde hoy. Tengo tiempo de sobra para una buena dosis de chismes michellísticos
       -  ¡Por supuesto! – Reí.

Tomé desayuno, bebí un poco de jugo, lavé los platos, ordené la cama, doblé la camiseta que me prestó y garabatée un “Gracias” sobre la nota que me dejó sobre la mesa.

Una vez arriba, Diane y yo conversamos bastante sobre la noche anterior. Al cabo de una hora y unos minutos, resolvimos que me dejaría en el Belle Vue Hospital Center, en donde trabajaba nuestro amigo William Dewsbury.
-         -  ¿Segura que no necesitas que te acompañe? – Me preguntó Diane mientras aparcaba a Mr. Poppit, su Honda color rojo cherry.
-         - Descuida. No tardaré mucho. Además estás tarde. Luego te cuento – Contesté.       
    - Bueno, paso por ti al mediodía, si?
-         - De acuerdo. Muchas gracias, Di.
-         - No es nada, cariño. – Y dicho esto, me lanzó un beso al aire. 

Avancé por el pasillo amplio y abarrotado. El hospital era muy bonito, en realidad. Pregunté por William en la recepción, y me invitaron a sentarme a esperarlo. Habían fotografías del Belle Vue en el transcurrir de los años. Es un centro de salud muy conocido aquí, con muchas especialidades médicas. William se había graduado de Neurocirugٕía, y era verdaderamente un genio de la medicina.

      Al cabo de unos minutos, su figura masculina avanzaba hacia mí, abriendo los brazos de par en par.  

-  Vaya, ¡qué sorpresa tenerte de visita, Mich! – Exclamó al saludarme.

William era alto, rubio, de ojos grises y dueño de una de las dentaduras más resplandecientes que jamás he visto. Le quedaba muy bien el azul en su chaquetín de médico. Es un chico que se hace querer por todas las chicas, si temor a equivocarme o a exagerar.
-        -   ¿Cómo estás, William? – Dije, abrazándole.
-         -  Muy bien, y mejor aún que te veo ahora. – Dijo.
-          - No había vuelto a este hospital desde que la hermana de Diane enfermó hace un par de años. ¡Qué bonito está! ¿Contrataron decoradores? - Pregunté un poco animada.
-          - Algo así he escuchado. Ven, acompáñame a la cafetería. - Me dijo él.

Una vez allí, sin más rodeos, le conté todo lo que había pasado, sin obviar ningún detalle. Llegamos a la parte del paquetito blanco, que traía conmigo. William le echó un vistazo, lo olió sigilosamente, ajustó sus gafas y sentenció: 

-         -  Es cocaína. Y bastante pura me atrevo a decir. Al parecer no la han mezclado con más nada.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal, y muchas preguntas se engendraron en mi cabeza: ¿Desde cuándo se drogaba Michael? ¿Por qué lo hacía? ¿Se consideraría ya un drogadicto? Di un sorbo largo a mi café, y le pregunté sobre los muchos efectos que podía tener la ingesta de este polvo en el comportamiento de las personas. Y muchas cosas comenzaron a encajar. Hablamos por largo rato, y al final, le agradecí por todo el tiempo que me dedicó en el transcurso de aquella mañana. 

Hacia el mediodía, Diane y Mr. Poppit esperaban por mí afuera, para llevarnos a casa. 

- Cuéntamelo todo. ¿Era lo que sospechábamos, verdad? – Preguntó ella sin más.   
- Sí. Pisa el acelerador. Te cuento todo mientras vamos de camino.- Le dije.