lunes, 4 de abril de 2011

Historias de Michael y Michelle

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El baúl de los recuerdos negros



La mañana del sábado transcurría tranquila y gris. Me levanté temprano y, como no había demasiado que hacer, me dediqué a organizar la habitación que Michael y yo compartíamos. Saqué de un cajón polvoriento los libros que usé mientras estaba en la universidad. Historia del Arte, Civilizaciones antiguas, Grandes pintores del siglo XX y otros muchos títulos traían a mi mente meses y meses de horas de lectura, y noches sin dormir. Me licencié en artes y estaba feliz por eso.

Sin embargo, el día de mi graduación, hace dos años ya, no fue precisamente el mejor día de mi vida. Sufrí, como muchas otras veces de una "idolatría anticipada", como solía pasarme con unas cuantas cosas en mi vida. Soñé con ese día una y mil veces. Pero perdí mis honores de la manera mas trivial y estúpida por una materia en la que cojeaba y en la que dejé más parte de mi cerebro de la que me gustaría admitir.

Ese día, vi destruído uno de mis sueños más preciosos, un asunto que ningún ser vivo entendería. Para los demás, se trata de un mérito. Para mí, era, más que una meta... Un tesoro. Lo tenía tan celosamente cuidado como si de cristal se tratase, y con la misma facilidad, se rompió en miles de
pedazos diminutos que, para colmo, volaron lejos de mí.

Nunca nadie tendrá ni la más remota idea de lo terrible que fue para mí asumirlo. Fue (y lo digo sin lugar a dudas) el momento en el que más triste me sentí en toda mi joven vida. Recuerdo que al salir de la facultad ese día para comprar unas cosas y volver a mis habitaciones, un automóvil me cruzó cerca y me enojé porque no había tenido la insensatez de atropellarme. No quería estar en ningún lado. Con nadie. No quería pensar. Tanta fue la desesperación y la horrorosa sensación de pérdida, que sentí cómo me subía la fiebre y mis labios entristecidos murmuraban para mí misma palabras suicidas y sin mucho sentido a través del manto de lágrimas que cubría mi rostro.

Era la primera vez que sentía cómo algo se convertía en mi fantasma. Sencillamente no tenía defensas para contrarrestar los ataques de mis compañeros cuando decían: "Pensé que te graduarías con honores. ¡Que mal! ¡Y tan aplicada que te veía en las clases!" Las palabras ponzoñosas de la gente, sin saber qué tecla de mí estaban tocando, hacían que mis heridas emocionales me escocieran de una manera descomunal. Sólo atinaba a sonreír con una amargura evidente y murmurar: Qué puedo decir... Increíblemente, no soy perfecta". Los días así, con la mera alusión al tema, eran un completo desastre para mí.

Esa experiencia incluso sacó de mí, un lado que hasta antes yo desconocía. No sabía lo que era el odio o el rencor, hasta que fui testigo fiel de la vana y falsa justicia de los hombres. Me dolía el hecho de ser justa y siempre tratar de hacer las cosas bien, cuando, muchas veces, los chicos del bando de los malos corrían con más suerte que yo. Experimenté sentimientos tan intensos como el odio. Siempre consideré inapropiado maldecir, e inconscientemente, yo maldecía una y un millón de veces a aquel hombre que me arrebató lo que, desde hace tantos años quería. Deseé el peor de los males para su vida. Quería gritarle a las autoridades eclesiásticas y académicas de la universidad, muchas de ellas hipócritas y corruptas, que sus ideales eran una basura, y que su sistema de mierda, era una porquería contraproducente en el que muchos estudiantes
compraban notas, manipulaban y sobornaban gente, otros rompían matrimonios teniendo sexo adúltero y pavoneándose por los pasillos, orgullosos por el hecho de haberse revolcado con más de un profesor con el fin de obtener buenas calificaciones.

Quería patearles la cara a todos mientras le decía lo ciegas e insólitas que eran muchas de sus reglas. Hacerles saber que, muchos de ellos, compartían mesa con políticos de actitud altanera, que con discursos nauseabundos carcomían la mente de los ignorantes con el fin de satisfacer su codicia desmedida, sin darse cuenta de lo mucho que manchaban los ideales de justicia, humanidad y patriotismo que una vez tenían nuestros antecesores... Y del asco que producen cada vez que lastiman gente inocente, de una u otra manera.

Y yo, la chica fiel a sus principios y a sus valores, confiando en que con esfuerzo, empeño y tal vez algo de suerte podría conseguir mi sueño bello y atesorado... ¡Que utopía! Yo siempre de idealista empedernida, quien aún cree en la bondad de la gente, en la compasión, en el hecho de de, aún existe la posibilidad de que los seres humanos nos amemos y ayudemos, en el sexo hecho con amor de verdad, en las buenas costumbres y en que todo siempre puede mejorar.

Lloré. Como infinitas veces lo había hecho. Sintiendo una fuerza opresiva en mi pecho que me obligaba a no contener las lágrimas que caían casi por voluntad propia. Visité los psicólogos, escuché las palabras sabias y consoladoras de padres, Michael, amigos...

Nada.

Entiendo lo que dicen, pero no me entienden a mí. Me reconfortaban y me tranquilizaban por periodos de tiempo que se alternaban entre largos y cortos. Para ellos, mis honores no son lo que una vez fueron para mí. No me importaba que fueran públicos, simplemente que mi título lo tuviera, recordándome que podía alcanzar todo cuanto me proponía era suficiente. Con que mis padres intercambiaran miradas de orgullo entre sí, y los viera sonreír henchidos de alegría por mí, era suficiente. Ver cristalizados mis esfuerzos, estaba bien. Ser diferente estaba muy bien. Pero por desgracia, caí tan bajo; justo al mismo nivel de los estudiantes mediocres.

¿Qué podia decir? Odiaba ser normal. Siempre aspiraba a más. Mientras algunos veían el color de la arena, yo veía el contraste fabuloso de azules al fondo próximo al horizonte. Mientras mis compañeros pensaban en tomar alcohol en el liquor store de la esquina, o en el parque de diversiones recién abierto en la ciudad, yo pensaba en visitar el Louvre en París, la Capilla Sixtina en Italia, el Kremlin en Rusia, la Muralla china o la Torre de Tokio.

En ese momento, en el que recordaba con dolor uno de mis peores fracasos, Michael entró poniéndose unos pantalones jeans desgastados con una mano y con la otra, sosteniendo a Kurt, su guitarra con la otra; rompiendo mi ensimismamiento.

- Mich, creo que el jamón... Oh no, otra vez no... - Le escuché decir.

Había vuelto mi cara envuelta en desconsuelo hacia él. Nunca podía reprimirme cuando él estaba cerca, y un grito desgarrador se escapó de mi garganta sin poder evitarlo. Corrí a sus brazos y el los abrió de par en par para mí, dejando a Kurt en un rinconcito cerca de la puerta para recibirme.

- Ven acá mi niña... Sé que no te sirven de mucho mis palabras. Así que pasaré a la acción.

En ese momento, me abrazó, me acunó y escuché entre dientes una maldición y otros improperios dirigidos hacia mi profesor.

- Quisiera hacer hasta lo imposible porque dejaras de llorar por culpa de ese maldito profesor... - Decía. - Aunque eso implicase pagar a un hacker para que cambiara las notas; porque, a diferencia de los demás que lo hacen, tú si que te lo mereces. Eso sería un método poco ortodoxo para un buen fin. Como Robin Hood, ¿eh? Le robaba a los ricos para darle a los pobres.

Michael siempre quería ahorrarme el dolor. Tenía esa vena rebelde y algo justiciera con la que quería enderezar las cosas torcidas y de paso, mantenerme lejos de las aquellas que eran las malas de la sociedad y me brindaba un refugio amoroso en cada abrazo. Era una de las pocas cosas reales y bonitas que tenía.

En ese momento, me levantó en volandas, me puso una bufanda, me regaló un Snickers (mi chocolate favorito), se puso una camiseta azul marino y me tomó de la mano. Nos dirigimos a su moto. Me pasó un casco y yo le pregunté entre hipidos a dónde íbamos.
Él me respondió:

- La brisa del mar siempre te hace bien. Aunque aún hace un poco de frío, iremos a que despejes la cabeza. Mira el lado bueno, puedo hacer mis maravillosos chistes para que te rías.

Sonreí entre risas. Sus chistes eran los peores de todo el continente americano (después de los míos, aunque me cueste admitirlo) En mi cabeza aún rondaba la incógnita de que, si era mejor pasarse al bando de los chicos malos. Después de todo, tengo un lado rebelde contra el mundo que me rodea, y una fuerte crítica social hacia el sistema de justicia de los pueblos.

Preferí cerrar los ojos y recostar mi cabeza sobre la espalda de mi chico, mientras me sujetaba con fuerza a su diminuta cintura. Al menos durmiendo, no pienso en mi sueño perdido o en cómo asesinar a mi profesor... ¿Verdad? - Reflexioné.

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