lunes, 6 de abril de 2009

Historias de Michael y Michelle

-2-

Cóncavo y convexo

Miércoles, 22 de Octubre 2008

Por Michael Locke

Los rayos del sol matutino se colaban y chocaban justamente en mi rostro. Pestañeé, me moví un poco y rasqué mi entrepierna. Al abrir los ojos, eché hacia atrás la cabeza porque no daba crédito a quien en ese momento tenía frente a mí: Michelle Collingwood. La mujer que siempre deseé y deseo, estaba durmiendo con su inocente rostro sobre mis sábanas. El sillón que siempre estaba solitario y que únicamente recibía las visitas esporádicas de mi trasero, parecía incluso contento por tenerla allí desnuda sobre él. Sin embargo, el sillón no estaba más contento que yo. Al mirarla fijamente, recordé con lujo y detalles la noche anterior. Sus gemidos, risas, constantes sonrojos, caricias tímidas y ávidas… En combinación con mi deseo incontrolable, ganas, ansias y pensamientos repletos de una lascivia y lujuria casi animal. Nuestros alientos, nuestra respiración entrecortada. Era un marinero sediento de navegar en los mares de su cuerpo, deseoso de que, aún con el transcurrir de nuestros días, el sol de esos mares me quemen hasta más no poder; y sentí que literalmente, como hombre y como ser humano, la necesitaba. Lo recuerdo todo a la perfección... Me estremezco, los vellos de mi nuca se levantan... Siento cómo comienzo a excitarme y a calentarme... Y no precisamente por el sol. Cierro por un momento los ojos y las imágenes en mi cabeza se únen en una película erótica. El deseo que ella despierta en mí, me embriaga una vez más. Fue una noche única. Y difícil. Su piel pálida y sonrosada, me hacía parecer un cavernícola que no sabe qué hacer con una copita de cristal. Me debatía entre el deseo y el cuidado de no hacerle daño. Pero ella se entregó en cuerpo y alma a mí. Es más, estoy en shock. ¿De verdad tuvimos sexo? No, "hicimos el amor", que no es (ni remotamente) lo mismo.


“Idiota”, pensé. Siento contra mi pecho la suavidad de su piel y aún me lo cuestiono. Y allí estaba. Con su larga cabellera dorada esparcida en la tela y en mi tórax. Michelle. MI mujer. “Me encanta como suena”, me dije mientras reía por mis adentros. Tuvimos una conexión increíble. Cóncavo y convexo. Ying Yang. Vodka y jugo de naranja. Un buen juego con una cerveza. Una combinación fantástica.

Me dispuse a incorporarme y pasé mis manos por la cabeza. Ella se movió y finalmente preferí quedarme ahí, abrazándola; para hacerla sentir amada y especial… Y, por supuesto, para regalarle un ticket aéreo a mi ego masculino. Quiero que recuerde que fui yo quien la amó de esa manera, que tenga grabado en su piel, al menos por unos instantes más, el calor que le transmiten mis callosas manos. Luego, ella abrió sus ojos. Nos miramos un rato y sonreímos. “Hola”, le dije. Ella sonrió y se sonrojó hasta las orejas. “¿Cómo dormiste?”, preguntó. “Después de tanta acción, me quedé dormido como un niño”, respondí. Y volvió a sonreír.

Dios, ¡cuánto me gusta verla así!

La mañana avanzaba y abajo, en las calles, comenzaba a sentirse el movimiento de la gente y los vehículos. Por lo visto el día de hoy promete ser muy activo y soleado, como para dar una vuelta en moto y nadar en la playa. En ese momento, Michelle me acarició la espalda con suavidad y pensé que un baño con una buena afeitada no me vendría nada mal, además de un desayuno sustancioso. Lo último que recuerdo haber comido, fue una hamburguesa con doble ración de carne y bebido un par de cervezas la noche anterior.

Nos observamos un momento y, al parecer tuvimos el mismo pensamiento, porque recogimos las sábanas al mismo tiempo y, alzándola en mis brazos, nos dirigimos juntos al baño.

“Dejaré el desayuno para luego”, decidí.





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