Historias de Michael y Michelle
-21-
Sobre su famoso "Hacerse inolvidable"
James me apretaba en un abrazo fuerte y masculino. Estaba a
horcajadas sobre él, en su regazo. Me embestía apasionadamente, me llenaba una y
otra vez, susurrándome palabras catalogadas “triple equis para mayores de 18
años”. Sentía sus manos recorrer mi espalda húmeda de sudor, y el tronco de su
miembro erguido acariciaba mi punto máximo de placer. Sentía cosquillas…
Descargas eléctricas que comenzaban allí donde tenía contacto, y luego
iniciaban una carrera a toda velocidad por mi espina dorsal.
– No te imaginas cuán excitado estoy, mi amor… Tenerte…
Aquí, atrapada en mis brazos, débil, desnuda… Mía. Imaginaba que estar dentro
de tí era hermoso… Pero esto… Esto… Es perfecto – Dijo James entre gemidos.
No sé cómo terminé aquí, con él… En esta situación.
Yo no era capaz de articular palabra. Estaba al borde de un
éxtasis delicioso. James me llenaba, estaba suave, húmedo y tibio dentro de mí,
sin dolor, sin molestias. Me encantaba que me dijera esas cosas a mi oído, que
me hiciera sentir bella y especial en medio del sexo. ¿Era
sexo? ¿O acaso había sentimientos de por medio? Él me
había llamado “mi amor”, y eso no se le dice a cualquier persona con la que
tienes este tipo de encuentros, ¿verdad?
En un momento determinado, mi cerebro cerró sus puertas y se
fue de vacaciones. Puso un letrero que decía “Cerrado por exceso de éxtasis y placer”. Mi yo racional se fue de copas con mi subconsciente. Había guardado
sus gafas de medialuna, y sacó unas de sol, al estilo aviador. Juntas se fueron
en un convertible a todo dar.
Abracé ese cuerpo grande y masculino alrededor del cual mis
piernas hacían un lazo posesivo.
–
Ja… James… - Alcancé a decir. (¡Sí!
¡Por fin pude articular palabra!)
- – Michelle… - Dijo, y me besó en los labios.
Apoyé mi frente en la suya empapada de sudor. Me embestía
suave y fuerte al mismo tiempo. Apretaba mi pequeño trasero como si se tratara
de sujetar su vida. Halaba mis largos cabellos, los apretaba en un puño… Luego
me recorría la espalda trazando caminos largos, sensuales, dibujando líneas
abstractas. Mis pechos se apretaban a los suyos, aplastados y felices, sin
protestar. Dios mío, su pecho…Era mullido, suave, poderoso, musculoso…
Simplemente espectacular. Mis caderas se movían solas, al compás de las suyas, en un baile sensual, peligroso y placentero.
No podíamos más de placer. Lo sentí temblar, estremecerse, gemir y suspirar. Llegamos juntos a ese instante
mágico, y lo sentí derramándose dentro de mí, caliente, abundante… Haciéndose,
como suelo decir… Inolvidable.
Me apretó de tal forma que pensé que me iba a hacer daño, sentía
sus dedos enterrarse en mi piel, y luego nos abrazamos, aún unidos, recostando
la cabeza en las almohadas. Todo se veía medio borroso, y afuera, parecía
escucharse lluvia.
Sólo se escuchaba el ritmo de nuestras respiraciones
aceleradas.
Él, en un acto tierno, me acarició las mejillas, el pelo… Y
me dijo: - Te quiero. Siempre te he
querido. Y seguramente estás pensando por qué te dije “mi amor” – Dijo sonriente,
satisfecho, feliz.
- –
¿Por qué…? – Comencé a
decir.
Precisamente en ese instante, me despertó la luz de la luna
que entraba silenciosamente por la ventana. Las cortinas se mecían al compás de
la brisa nocturna. Me estrujé los ojos, y de pronto… Me asusté. Me sentí extraña.
Era… ¿Un sueño? ¿Hicimos
el amor… En sueños?
Mi yo racional y
mi subconsciente volvían a sus oficinas cerebrales a retomar sus labores, pero
ambas estaban ebrias.
A ver, Michelle Collingwood… Comienza identificando dónde
demonios estás.
Número 1: ¿Dónde estoy? No estaba en
mi pequeña habitación, hasta lo que podía alcanzar a ver.
Bien… - Pensé con sarcasmo.
Número 2: Identificar dónde estoy. ¡Maldita
sea! ¿Dónde estoy? ¿Dónde está
Manchas?
Me giré, y mi cara dio de lleno con otro rostro muy
familiar, angelicalmente dormido: Estaba en la cama de James Dampler… Con James Dampler.
En una cama ajena. En la cama de un hombre. Y no cualquier
hombre.
James Dampler.
“Sí, el del pecho
lindo de hace rato. El sexy. El que estaba desnudo, penetrándote una y otra vez…”
¡Dios mío, Michelle! ¡Genera
un poco! ¡Reacciona! –Me recriminé a mí misma por mi
falta de raciocinio. Por Dios… ¿Qué estaba pasando? ¿Habremos tenido sexo de verdad? Estaba somnolienta y agotada.
El pánico se apoderaba de mí. Sentí mis ojos calientes, y presentía que las
lágrimas se asomaban para salir.
- – Oh no… - Dije en un susurro.
En ese momento, una mano grande y masculina, tomó una de las
mías, que apretaban las sábanas de manera autoprotectora e infantil.
- –
Hey… - Susurró.
- – JAMES… Disculpa… James… ¿Tú
y yo hemos…?
– Aunque muero por hacerlo… No Michelle, no hemos
tenido sexo. – Contestó con una sonrisa torcida y lujuriosa. Y tocó la punta de
mi nariz con su largo dedo índice.
Un suspiro de alivio se escapaba de mis labios,
prácticamente de forma automática. Él se incorporó. Estaba despeinado. Se pasó una mano por los
cabellos, y dejó entrever su camisa abierta hasta el abdomen.
“Dios… Qué abdomen…”
- Pensé.
Tragué saliva y aparté la vista. Deben ser los restos de
alcohol. Sí, eso debe ser. Seguramente mi yo
racional estaba sacando la mayor cantidad posible de alcohol de sus oficinas
cerebrales, con una de esas escobas con goma que se usan para sacar agua de las
casas inundadas.
- –
¿Dónde estamos? ¿Qué hago aquí? ¿Dónde están Diane y Brian?–
No pude evitar sonar angustiada.
James se incorporó, tranquilo, atándose la correa. Por la
cinturilla de los pantalones se asomaban unos calzoncillos negros que se
ajustaban muy bien a la cintura de su dueño.
- –
Tranquila, Mich. Diane y Brian se adelantaron,
porque ella no se sentía muy bien. Al cabo de un rato, cuando te llevé de
vuelta a casa, no pude comunicarme con ellos. Luego Brian me llamó, pero ya
estabas dormida y por eso te traje aquí. Bienvenida a mi humilde habitación. Te
diría que te pusieras cómoda, pero ya lo hiciste tú misma – Comentó sonriendo
pícaramente, y bajando la vista hasta mi falda ausente.
– ¡¿Pero qué demonios?! –
Exclamé. Me tapé con las sábanas, y sentía mis mejillas arder de la vergüenza. – ¿Dónde está mi falda?
¿De verdad me la quité yo misma?
–
Sí… Está doblada en esa silla – Contestó él con
humor, riendo a carcajadas. – Te la quitaste tú misma. Dijiste: - “Jim, me voy a quitar la faldita… Estoy
incómoda con ella.” Confieso que me deleité bastante mientras lo hacías.
Quería ayudarte porque te veías linda y torpe, pero luego pensé que seguramente
ibas a culparme de habértela quitado, así que me limité a disfrutar del
espectáculo. – Concluyó.
Llevé mis manos a la cara. Los mareos habían cesado, pero me
sentía mal emocionalmente. Al otro extremo de la habitación, James se apoyó de
la pared. Tenía la mirada perdida puesta en la lejanía que se apreciaba por la
ventana.
- –
Te conozco. Te sientes mal. Escucha… - Comenzó,
aproximando su alta figura hacia mí. Se sentó al borde de la cama, poniendo en
mis manos mi famosa falda. – Aquí no ha pasado nada. Simplemente bailamos un
poco, y bebimos bastante. No estoy ebrio. Y estoy consciente de la situación
que has pasado los últimos días. Debo pedirte disculpas si te he ofendido o si
en algún momento parecía querer propasarme contigo. Pero, debo ser franco y
sincero. Han habido muchas mujeres después de ti… Pero ninguna como tú. Te sigo queriendo igual
que siempre, y aunque suene egoísta, me alegra saber que estás lejos de Michael
Locke. Él no es mal chico, pero tiene muchos problemas, y por esos problemas,
no puede cuidarte.
Yo escuchaba su discurso con atención. Sentí su mano
acariciar mi barbilla con delicadeza.
- -
Sé que sabes que me gustas, que me vuelves loco…
- Dijo sonriendo tiernamente, tal vez un poco avergonzado por haber revelado
tanta información confidencial.
Cuando James me decía “Me vuelves loco”, me volvía loca a mí
también. Me derretía por dentro. Era tan sincero… Tan humilde, tan expresivo.
–
Lamento traerte problemas, y que tengas que
lidiar con una chica borracha a las 4 de la mañana… - Dije avergonzada. – Me gusta
estar a tu lado, James. Me siento tranquila. – De acuerdo, de acuerdo, chicos,
tal vez no tan tranquila. Al contrario, era inquietante, perturbador. Quería
hacerle el amor de todas las maneras posibles, habidas y por haber. Estos
pensamientos son tan vergonzosos… Están en la zona prohibida de mi cerebro, esa
que tiene acceso restringido. No me gusta mucho revelar esos detalles de
necesidad primaria, por eso prefiero simplemente guardármelos.
- –
Mañana será otro día, preciosa. No eres molestia
alguna. Al contrario, es todo un placer. Mi cama está de fiesta. Te extraña
desde la última vez que estuviste aquí. Nunca había tenido una mujer tan
hermosa sentada ahí. Te traeré algo de tomar. – Dijo sonriente.
Aquí vamos con lo de preciosa
otra vez. Dios…
Parecía satisfecho. Juraría que casi lo vi dando saltitos en
el pasillo. Seguramente estaba imaginándome cosas otra vez.
Me tumbé nuevamente. Cerré los ojos. Sentía que el mundo iba
demasiado deprisa a mi alrededor. En pocos días tenía que volver a mi triste
realidad. Debo confirmar mis sospechas respecto al paquete con polvo blanco, y
finalmente, enfrentar a Michael. No quería verle. Prefería quedarme aquí, o en casa de Diane. Creo que incluso
prefería la compañía de Manchas, que es mucho decir. Era un gato gordo, egoísta
y altanero, pero era muy lindo y siempre me visitaba. Ya por eso lo quería
bastante, podría decir. Suspiré, tomando una bocanada de aire, una y otra vez.
El sueño y el cansancio tomaban poder sobre mí. En ese instante entró James. Estaba sin camisa, y con
unos pantalones de pijama. Se había aseado y cambiado.
Sin camisa.
James estaba sin camisa. Con su torso musculoso y
bello, al aire. Frente a mí. Dios… Debería haber una ley que prohibiera a los
hombres como él pasearse así hasta en su propia casa.
– Tómate esto. Te hará
bien. Te traje una de mis camisetas limpias por si te quieres cambiar… No te
asustes… Dormiré en aquél sofá de la esquina. – Dijo con una sonrisa.
- – Muchas gracias, James. –
Comenté, y sonreí sinceramente. – Gracias por ser tan gentil, y gracias por tus
atenciones. Eres un ángel.
O un demonio, quién sabe. Los ángeles no
tienen ese torso que llame tanto al pecado. Él salió de la habitación, me cambié, me tomé
el jugo que me había traído, me hice una coleta en el pelo, y me acosté.
Minutos después, entre sueños, juraría que
sentí unos labios exquisitos rozando los míos en un beso dulce, prácticamente
casto.
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